Hace aproximadamente un año pagué mi último arriendo mientras trabajaba para una de las empresas más grandes del mundo. Terminé de empacar cajas para enviar a la casa de mis padres y entregué mi apartamento de tres habitaciones con vista a la ciudad. A los pocos días tomé un morral, lo puse en mi espalda y – esperando que lo que había empacado me durara- cruce el Atlántico al viejo continente.
En este viaje pude visitar 32 países. Hice decenas de nuevos amigos, centenas de caras nuevas, lugares fascinantes, historias una tras otra y uno que otro lenguaje aprendí en el camino.
Pero tranquilos. La idea de este artículo no es decirles cómo viajar es lo que debes hacer en tu vida para llenarla de sentido. O qué tipo de viajero eres: “el cool”, “el aventurero”, “el impaciente”, “el salvaje” (me encantan los nombres que les ponen) … o cuantas sonrisas los chicos de Bosnia, a pesar de haber nacido en una guerra tan sangrienta, pude ver cuando llegué allí. Y cómo la esperanza de sus ojos hace que todo valga la pena. (Es que son taaan lindosss) Hay muchos otros personajes por ahí en redes sociales y en internet que hacen este tipo de cosas mejor que yo.
Hoy en día el emprendimiento por internet es “lo nuevo”. La promesa de una vida nómada y digital se ha convertido en el nuevo “Herbalife” y no tenemos que ir muy lejos para dejarnos seducir de sus encantos. Son muchas las cuentas de redes sociales que muestran viajes espectaculares. Muchos blogs nuevos y viejos prometen la tan anhelada libertad financiera que una vez las redes de mercadeo intentaron hace solo unos años. (En este momento debes estar recordando esa llamada de una persona que conocías en la que te propuso un negocio “buenísimo” para luego hablarte de como deberías unirte a “la red”).
Lo que no te dicen por ahí es que cuando estás viajando adoptas un estilo de vida que viene con pros y contras. Y esto es algo de lo que quiero hablar acá. Hay ventajas y desventajas. No todos son flores. Como todo en la vida, si quieres algo debes sacrificar algunas cosas. Tampoco me voy a centrar en decirles que viajar este mal. Está muy bien, y en mi punto de vista tiene más cosas buenas que malas. Más días buenos que malos. De lejos. Y no me arrepiento de la decisión que tomé un solo día.
A diferencia de una vida convencional acá los altibajos son más marcados. Y el ritmo puede ser más acelerado en algunas cosas. Los altos son más altos. Más eufóricos. Los bajos son más bajos. Más solos. Los lugares y las caras cambian cada tanto. Estos momentos de soledad o incertidumbre extrema, de aventura y emoción embriagante y de cambio constante hace que redefinas en cómo inviertes tu tiempo normalmente.
Lo que ningún libro ni cuenta de Instagram de va a decir es cómo en algún punto te vas a sentir solo si te llegas a enfermar, como me pasó a mí en Barcelona cuando una faringitis aguda me sentó por 2 días en cama. O la angustia que se siente cuando te amenazan en una estación de buses durante la noche en un país en el que ni siquiera hablas el idioma y que es famoso por sus mafias. O la frustración cuando el conductor de un bus en Chipre te saca del bus sin ninguna razón, además de ser un racista asqueroso.
Tener un mal día no es novedad. Todos tenemos días malos y normalmente los suavizamos contándole a un amigo en un café o con una cerveza. Buscamos un poco de simpatía con nuestros padres. Vamos a ver una película. Nos arrunchamos con nuestra pareja. Vamos al gimnasio o simplemente nos desahogamos con el alcohol y que nos cuiden nuestros amigos.
Pero en una vida como esta tus verdaderos amigos están bastante lejos y posiblemente si le escribes a alguno te responderán (un poco después), pero no se van a identificar tan bien con tu situación. Los gimnasios no son una opción y no vas a querer preocupar a tu madre que se angustia tanto. No hay con quien arruncharse y desahogarte con el alcohol como en tu casa es más bien poco prudente, por no decir peligroso. A fin de cuentas, muchas veces no conocemos bien la gente con la que nos topamos y no estarán dispuestos a cuidarnos como nuestros amigos en casa.
Cuando viajas de un lugar a otro conoces mucha gente. Probablemente en un día conozcas más gente que la que conoces en un mes cuando llevas una vida más ordinaria. Pero cuando te vas acostumbrando a ellos cada uno sigue su rumbo en algún punto. A veces son días, a lo más semanas.
Es difícil, pero de eso se aprende. Te vuelves más fuerte, más centrado, más maduro. Y una vez lo superas te sientes mucho mejor incluso que antes. Esto combinado a las experiencias nuevas que vas teniendo y a la felicidad de los otros momentos te disparan a un estado de ánimo mucho más agradable del que te encontrabas. Al mismo tiempo comienzas a redefinir experiencias que te generan placer y felicidad.
También comienzas a darle valor al tiempo para ti mismo. Salir a caminar solo, sentarte en un parque a leer, escribir, observar o pensar. Caminar por un puente o una playa y descansar. Muchas veces olvidamos darnos tiempo para sentirnos a gusto con nosotros mismos en el día a día. Nos dejamos consumir por el trabajo y cuando podemos generamos muchas distracciones para olvidarnos que nosotros también merecemos darnos un espacio. Nos da miedo.
Las mejores experiencias durante mi viaje, para mi sorpresa, fueron cosas sencillas. Comer una patilla (sandía) con cerveza a las orillas de un lago con un amigo. Jugar cartas mientras contamos chistes y veíamos el atardecer en un parque. Relajarme en la arena mientras discutíamos pros y contras de la vida de viajes con otro amigo. Reír con una amiga durante una semana completa mientras recordábamos nuestros anteriores trabajos. Pensar en diferentes cosas mientras leía en una colina o un restaurante. Disfrutar de una vista. Y al final muchas de las cosas que aprendí vinieron más de estas personas y estos momentos sencillos que de los lugares en sí. (También hubo fiestas, y muchas).
Entrar al museo del Prado o el Louvre está bueno. Ir al Arco del Triunfo o pasear por el Palacio de Versalles: ¡Genial! ¡Bonito! Volvería a hacerlo. Las experiencias nuevas siempre son emocionantes. Pero los lugares nos cuentan historias mientras que los momentos con la gente que nos importa y con uno mismo crea historias para nosotros.
Por un lado, cosas que antes te parecían “normales”, como tener un amigo por más de una semana se vuelve algo placentero y “emocionante” (debido a estos momentos “bajos” emocionalmente que has vivido). Tuve la suerte de poder viajar con dos amigos cada uno por un mes en diferentes partes. Varios amigos me hospedaron en mi recorrido. Y esto te da la oportunidad de disfrutar de compañía de calidad por más que unos pocos días. Cosa que créeme vas a valorar más que una visita a la atracción turística.
Por otro lado, cosas que antes parecían “emocionantes”, el pico de la semana, como un viernes en la noche para salir a tomar, pierden un poco su atractivo (debido a que has tenido “altos” emocionales que te han exaltado mucho más que esto). No disfruto los regalos de navidad o una gran fiesta de fin de año como antes. Comenzar a apreciar más momentos sencillos y dejar de hacerlo tanto con momentos un poco superfluos se vuelve más evidente.
Cuando volví por unos meses, parte de mis mejores experiencias fueron ir a ver a mis amigos y tomar unas cervezas. Desayunar y comer con otros mientras hablábamos de nuestras vidas. Hablar durante horas con una amiga que no veía hace tiempo en un carro mientras nos reíamos. Ir a cine con mis padres… Nada más, nada menos. Cosas que estaban ahí todo el tiempo, a las que tenía la oportunidad de acceder, comienzan a tener más significado que estar viendo Netflix o ir a esa noche de cocteles donde va “toda la gente”. Los paseos de fines de semana y las fiestas están bien. Pero, a diferencia de antes, el apreciar el tiempo con lo que tienen importancia para mí se volvió un proceso consciente. Ya sea una ida a cine con mis padres, un desayuno de domingo, una fiesta de matrimonio u observar un atardecer al ritmo de una buena conversación. Estos son momentos que busco y seguiré buscando día tras semana. Momentos que te ayuden a recordar el placer de lo simple.