Alguna vez te has encontrado en la situación en la que conoces a alguien y a lo que preguntas “¿y tu a qué te dedicas?”, esta persona te dice un titulo de trabajo que, aunque suena interesante, no dejas de pensar que parece completamente inventado. O peor aún, ¿piensas que tu puesto de trabajo es una invención que no le está aportando mucho al mundo (y a tu propia compañía) y que no haría la diferencia si dejara de existir? Probablemente cuando están haciendo despidos masivos en la compañía te preguntas si tu jefe sabe que pasas la mitad del tiempo haciendo memes de gatos para tus redes sociales.
Bueno, a mí me ha pasado. Y hace poco encontré un ensayo publicado en la revista Strike! (un colectivo con base en Londres que hace publicaciones bi-anuales sobre expresión creativa, filosofía, protesta política entre otros…) que viene a ser de interés para este tema. Este ensayo cuestiona la aparente necesidad en la que vivimos hoy en día de la creación de trabajos que no generan valor y que parecen inventados solo por el hecho de hacer trabajar a una persona.
Escrito por el antropólogo David Graeber, actual profesor en el Goldsmiths College, Universidad de Londres. Él los llama “trabajos de m*3rda”. Y más que cuestionar a la persona que lo lleva acabo, o denigrar su honra (por favor no me manden correos diciéndome lo ofendidos que están. La idea no se trata de denigrar a nadie), es un fuerte cuestionamiento a la aparente necesidad que hay de crear trabajos “de cuello blanco” que no generan valor. Y lo peor de todo es que la gente misma que los lleva acabo sabe que no generan valor alguno.
Como un ejemplo de la vida real les cuento sobre una amiga mía. Trabajaba como “ejecutiva asistente de oficina” para una de las empresas más grandes que hay en el país. Al contratarla le hicieron un discurso (lleno de m*3rda) con la promesa que iba a ayudar en proyectos muy interesantes, a aprender de todos los gerentes de cada área y más importante a crecer en la empresa que brindaba tantas oportunidades. Y la terminaron sentando en la recepción para abrir la puerta… A veces coordinaba la agenda del jefe. Una reunión acá, un almuerzo allá. A veces la ponían a hacer algún excel a algún gerente que tal vez estaba muy ocupado viendo facebook en sus tardes. Pero la gran mayoría del tiempo se encontraba frustrada, buscando algo serio para hacer y preguntándose qué carajos estaba haciendo allí.
Otro ejemplo que se me ocurre es, en algunas ocasiones, el caso de un “practicante” laboral en Colombia. Muchas veces los practicantes se preguntan a sí mismos si su trabajo es realmente necesario. A veces sus jefes hacen lo mismo, creanme. Y los terminan relegando a llevar tinto, el papeleo o a llenar hojas de cálculo de excel. Cuando ya hay una persona contratada para llevar tinto, otro para llevar papeleo dentro de la empresa y el excel podría ser llenado fácilmente por su jefe. Pero la excusa esta allí. El “practicante” es “necesario”.
Un ejemplo final puede ser el de un analista al que lo contratan para hacer inteligencia de mercado en su país. Pero sus análisis no son tenidos en cuenta nunca porque todas las desiciones de marketing llegan desde la oficina central para América Latina en Panamá. De vez en cuando el “analista” tiene que mandar un excel que le demora unas dos horas al mes a algún otro “analista” en Panamá. Pero más que eso, pasa el resto de día caminando por la oficina, se da almuerzos de dos horas y pretendiendo estar ocupado frente a su computador por 7.5 horas al día.
Parte de mi idea con esta página es hacer a la gente pensar y reflexionar a sobre puntos de vista que me ha dado mi vida de viajes. Y que estos pueden ser aplicados a cualquier persona en cualquier contexto, viajen o no. Al rededor del trabajo y la forma cómo trabajamos es un cuestionamiento grande que me he hecho habiendo experimentado diferentes cargos y tipos de trabajo en diferentes partes del mundo.
Me causaba mucha curiosidad en el caso de Colombia como mucha gente se quedaba más tiempo del necesario en la oficina para que “el jefe” los “viera” trabajando de más (?!). Era como una competencia por ver quién salía más tarde, aunque todos sabían que el tiempo extra que pasaban allí era completamente innecesario. Otras veces me he cuestionado cómo una empresa puede generar “despidos masivos” de 2 mil personas y seguir operando como si nada. ¿Qué hacían estas dos mil personas?
Sin más, los dejo con David.
En el año 1930, John Maynard Keynes predijo que, para finales del Siglo XX, la tecnología habría avanzado lo suficiente para que países como Gran Bretaña o EEUU hubieran conseguido una semana laboral de 15 horas. Hay muchas razones para creer que estaba en lo cierto: en términos tecnológicos, seríamos perfectamente capaces. Y sin embargo, nada más lejos de la realidad. En su lugar la tecnología ha sido empleada para inventar maneras de hacernos trabajar más a todos/as. Para alcanzar este fin ha habido que crear puestos de trabajo que son, a todas luces, inútiles. Gran cantidad de personas, sobre todo en Europa y Norteamérica, pasan la totalidad de su vida laboral desempeñando tareas que, en el fondo, ellos mismos creen bastante innecesarias. El daño moral y espiritual derivado de estas situaciones es profundo. Se trata de una cicatriz sobre nuestra alma colectiva. Sin embargo, apenas se habla sobre el tema.
¿Por qué nunca llegó a materializarse la utopía prometida por Keynes (aún esperada con impaciencia en los años 1960)? La respuesta más aceptada hoy en día dice que no supo predecir el incremento masivo del consumismo. Presentados/as con la elección entre trabajar menos horas y obtener más juguetes y placeres hemos, colectivamente, optado por la segunda opción. Si bien esto daría para una bonita historia moralista, una breve reflexión nos demuestra que no se puede tratar de eso. Que la respuesta no es tan sencilla. Sí, hemos sido testigo de la creación de una variedad interminable de nuevos trabajos e industrias desde la década de los años 1920, pero muy pocos tienen algo que ver con la producción y distribución de sushi, iPhones o zapatillas deportivas “del putas”.
¿Entonces cuáles son estos nuevos trabajos, exactamente? Un estudio reciente comparando la situación del empleo en EEUU entre 1910 y 2000 nos da una respuesta bastante clara (y extrapolable a los países europeos). A lo largo del siglo pasado el número de trabajadores/as empleados/as como personal de servicio doméstico, en la industria y en el sector agrícola se ha desplomado de forma dramática. Al mismo tiempo, las categorías de “profesionales, directivos, administrativos, comerciales y trabajadores de servicios varios” han triplicado sus números, creciendo “de un cuarto a tres cuartos del empleo total”. En otras palabras, los trabajos productivos, exactamente como se predijo, han sido en gran parte sustituidos por procesos automatizados (incluso si contamos a los/as trabajadores/as de la industria globalmente, incluyendo a las masas trabajadoras en India y China, el número de estos/as trabajadores/as sigue estando lejos de alcanzar el gran porcentaje de la población mundial que suponía antes).
Pero en lugar de permitir una reducción masiva de horas de trabajo que permitiera a la población mundial dedicarse a la consecución de sus propios proyectos, placeres, visiones e ideas, hemos visto la inflación no tanto del sector “servicios” como del sector administrativo, incluyendo la creación de industrias enteras como la de los servicios financieros o el telemarketing, o la expansión sin precedentes de sectores como el del derecho empresarial, la administración educativa y sanitaria, los recursos humanos y las relaciones públicas. Y estas cifras ni siquiera reflejan a todas aquellas personas cuyo trabajo consiste en proporcionar soporte administrativo, técnico o de seguridad para estas nuevas industrias, o, es más, todo un sinfín de industrias secundarias (paseadores de perros, repartidores nocturnos de pizza), que sólo existen porque todo el mundo pasa la mayoría de su tiempo trabajando en todas estas cosas innecesarias.
Estos son a los que yo propongo llamar trabajos de mierda. Trabajos absurdos.
Es como si alguien estuviera por ahí inventando trabajos inútiles por el mero hecho de mantenernos a todos/as trabajando. Y aquí, precisamente, radica el misterio. En el capitalismo, esto es precisamente lo que se supone que NO debería pasar. Por supuesto, en los viejos e ineficientes Estados socialistas como la Unión Soviética, donde el empleo era considerado tanto un derecho como un deber sagrado, el sistema inventaba tantos puestos de trabajo como era necesario (esto es por lo que en los grandes almacenes soviéticos había tres dependientes/as para vender un trozo de carne). Pero, desde luego, este es el tipo de problema que la competencia generada por el libre mercado se suponía que solucionaba. De acuerdo con la teoría económica, al menos, lo último que una empresa con ánimo de lucro pretende hacer es pagar dinero a trabajadores/as a los/as que realmente no necesita emplear. Sin embargo, de alguna manera, esto ocurre.
A pesar de que las empresas pueden efectuar implacables reducciones de plantilla, los despidos y las prejubilaciones invariablemente caen sobre la gente que realmente está haciendo, moviendo, reparando y manteniendo cosas. Por una extraña alquimia que nadie consigue explicar, el número de burócratas asalariados en el fondo parece aumentar, y más y más empleados/as se ven a sí mismos/as, en realidad de forma no muy diferente a los/as trabajadores/as soviéticos/as: trabajando 40 o incluso 50 horas semanales sobre el papel, pero trabajando efectivamente 15 horas, justo como predijo Keynes, ya que el resto de su tiempo lo pasan organizando y asistiendo a cursillos de motivación, actualizando sus perfiles de Facebook o descargando temporada tras temporada de series de televisión.
La respuesta, evidentemente, no es económica: es moral y política. La clase dirigente se ha dado cuenta de que una población feliz y productiva con tiempo libre es un peligro mortal (piensa en lo que comenzó a suceder cuando algo sólo moderadamente parecido empezó a existir en los años 1960). Y, por otro lado, la sensación de que el trabajo es un valor moral en sí mismo, y que cualquiera que no esté dispuesto/a a someterse a algún tipo de intensa disciplina laboral durante la mayor parte de su tiempo no se merece nada, es extraordinariamente conveniente para ellos/as.
Una vez, al contemplar el crecimiento aparentemente interminable de responsabilidades administrativas en los departamentos académicos británicos, se me ocurrió una posible visión del infierno. El infierno como un grupo de individuos que se pasan la mayor parte de su tiempo trabajando en una tarea que no les gusta y que no se les da especialmente bien. Digamos que fueron contratados/as por ser excelentes ebanistas, y entonces descubren que se espera de ellos/as que pasen una gran parte del tiempo fritando pescado. La tarea no es realmente necesaria, o al menos hay un número muy limitado de pescado que es necesario freír. Pero, de alguna manera, todos/as se obsesionan tanto con el rencor ante la idea de que algunos/as de sus compañeros/as de trabajo podrían dedicar más tiempo a fabricar muebles, y no a cumplir su parte correspondiente de fritar pescado, que al poco tiempo hay interminables montones inútiles de pescados mal freídos acumulándose por todo el lugar, y es a lo único que se dedican.
Creo que ésta realmente es una descripción bastante precisa de la dinámica moral de nuestra economía.
Bueno, soy consciente de que cada argumento va a encontrar objeciones inmediatas: “¿quién eres tú para determinar qué trabajos son realmente ‘necesarios’? De todos modos, ¿qué es necesario? Tú eres profesor de antropología, ¿qué ‘necesidad’ hay de eso?” Y a cierto nivel, esto es evidentemente cierto. No existe una medida objetiva de valor social.
No me atrevería a decirle a alguien que está convencido de que está haciendo una contribución significativa al mundo de que, realmente, no es el caso. ¿Pero qué pasa con aquellas personas que están convencidas de que sus trabajos no tienen sentido alguno? No hace mucho volví a contactar con un amigo del colegio al que no veía desde que tenía 12 años. Me sorprendió descubrir que, en este tiempo, primero se había convertido en poeta y luego en el líder de una banda de indie rock. Había oído algunas de sus canciones en la radio sin tener ni idea de que el cantante era alguien a quien conocía. Él era obviamente brillante, innovador, y su trabajo indudablemente había alegrado y mejorado la vida de gente en todo el mundo. Sin embargo, después de un par de discos sin éxito había perdido el contrato y (lleno de deudas y con una hija recién nacida) terminó, como él mismo dijo, “tomando la opción por defecto de mucha gente sin rumbo: la facultad de derecho.” Ahora es un abogado empresarial que trabaja en una destacada empresa de Nueva York. Él es el primero en admitir que su trabajo no tiene absolutamente ningún sentido, no contribuye en nada al mundo y, a su propio juicio, realmente no debería existir.
Hay muchas preguntas que uno se puede hacer aquí, empezando por, ¿qué dice esto sobre nuestra sociedad, que parece generar una demanda extremadamente limitada de poetas y músicos con talento, pero una demanda aparentemente infinita de especialistas en derecho empresarial? (Respuesta: si un 1% de la población controla la mayoría de la riqueza disponible, lo que llamamos “el mercado” refleja lo que ellos/as piensan que es útil o importante. No lo que piensa cualquier otra persona.) Pero aún más, muestra que la mayoría de la gente con estos empleos en el fondo es consciente de ello. De hecho, no estoy seguro de haber conocido a algún/a abogado/a empresarial que no pensara que su trabajo era absurdo. Lo mismo pasa con casi todas los nuevos sectores anteriormente descritos. Hay una clase entera de profesionales asalariados/as que, si te encontraras con ellos/as en fiestas y admitieras que haces algo que podría ser considerado interesante (un antropólogo, por ejemplo), querrán evitar a toda costa hablar de su propio trabajo. Dales un poco de alcohol, y lanzarán discursos sobre lo inútil y estúpido que es en realidad la labor que desempeñan.
Hay una profunda violencia psicológica en todo esto. ¿Cómo puede uno empezar a hablar de dignidad en el trabajo cuando secretamente siente que su trabajo no debería existir? ¿Cómo puede este hecho no crear una sensación de profunda rabia y de resentimiento? Sin embargo, una peculiar genialidad de nuestra sociedad es que sus dirigentes han descubierto una forma (como en el caso de los/as que fritan pescado en nuestro anterior ejemplo), de asegurarse que la rabia se dirige precisamente contra aquellos/as que realmente tienen la oportunidad de hacer un trabajo valioso. Por ejemplo: en nuestra sociedad parece haber una regla general por la cual, cuanto más evidente sea que el trabajo que uno desempeña beneficia a otra gente, menos se percibe por desempeñarlo. De nuevo, es difícil encontrar una medida objetiva, pero una forma sencilla de hacerse una idea es preguntar: ¿qué pasaría si toda esta clase de gente simplemente desapareciera? Di lo que quieras sobre enfermeros/as, basureros/as o mecánicos/as, es obvio que si se esfumaran como una nube de humo los resultados serían inmediatos y catastróficos. Un mundo sin profesores/as o trabajadores/as portuarios/as pronto tendría problemas, incluso uno sin escritores/as de ciencia ficción o músicos/as de ska sería claramente un sitio inferior. No está del todo claro cómo sufriría la humanidad si todos los/as ejecutivos/as del capital privado, lobbyistas, investigadores/as de relaciones públicas, notarios, comerciales, técnicos de la administración o asesores legales se esfumaran de forma similar. (Muchos/as sospechan que podría incluso mejorar notablemente.) Sin embargo, aparte de un puñado de excepciones (cirujanos/as, etc.), la norma se cumple sorprendentemente bien.
Aún más perverso es que parece haber un amplio sentimiento de que así es como las cosas deben ser. Ésta es una de las fortalezas secretas del populismo de derecha. Puedes verlo cuando los periódicos sensacionalistas avivan el rencor contra los/as trabajadores/as del metro por paralizar las ciudades durante los conflictos laborales (En el caso de Colombia digamos que son los maestros, o los conductores de transporte): el propio hecho de que los/as trabajadores/as del metro (maestros o conductores de transporte) puedan paralizar una ciudad muestra que su trabajo es realmente necesario, pero esto parece ser precisamente lo que molesta a la gente (Sino que lo diga Isabella Wills). Es incluso más evidente en los Estados Unidos, donde los republicanos han tenido un éxito notable movilizando el resentimiento contra maestros/as o trabajadores/as del automóvil (y no, significativamente, contra las administraciones educativas o los gestores de la industria del automóvil, quienes realmente causan los problemas). Es como si les dijeran “¡pero si los dejan enseñar a niños/as! ¡O a fabricar coches! ¡Ustedes tienen trabajos auténticos! ¿Y encima tienen el descaro de esperar también pensiones de clase media y asistencia sanitaria?”
Si alguien hubiera diseñado un régimen laboral adecuado perfectamente para mantener el poder del capital financiero, es difícil imaginar cómo podrían haber hecho un trabajo mejor. Los/as trabajadores/as reales y productivos/as son incansablemente presionados/as y explotados/as. El resto está dividido entre un estrato aterrorizado de los/as universalmente denigrados/as desempleados/as y un estrato mayor a quienes se les paga básicamente por no hacer nada, en puestos diseñados para hacerles identificarse con las perspectivas y sensibilidades de la clase dirigente (gestores, administradores, etc.) – y particularmente sus avatares financieros – pero, al mismo tiempo, fomentarles un resentimiento contra cualquiera cuyo trabajo tenga un claro e innegable valor social. Obviamente, el sistema nunca ha sido diseñado conscientemente. Surgió de casi un siglo de prueba y error. Pero es la única explicación de por qué, a pesar de nuestra capacidad tecnológica, no estamos todos/as trabajando 3-4 horas al día.